domingo, 24 de octubre de 2010

La gente es rara...


Aquello no estaba bien. Algo en su cabeza le martilleaba, le pedía que se largara, que volviera a casa y se sentara en su habitación, donde debía estar desde hacía unas horas.

Pero tampoco quería dejarla sola.

No la entendía, aunque eso no era extraño, lo raro era encontrar a alguien que si lo hiciera. Porque, ¿a qué persona normal se le ocurriría rebuscar en los cubos de basura de una discoteca a las cuatro de la mañana? Lo pero de todo es que él había caído y la había acompañado al final de su mente sana, porque aquella persona, que estaba a punto de caerse hasta el fondo, junto con tantas bolsas, papeles y miles de jeringuillas, iba a acabar reduciendo su mente coherente y lógica a ceniza.

Nervioso, metió sus manos en los bolsillos y miró por encima del hombro esperando que el dueño de la discoteca, un policía o un borracho apareciera.

-Ya está.

Salió del cubo de basura y se sacudió su camiseta larga de Radiohead con las manos aún más sucias.

Y él bufó negando con la cabeza exaltado, con lo que obtuvo la mínima contestación de una mueca de agobio por parte de la morena. Ignorandole como solía hacer siempre, escondió la pequeña bolsa de plástico, rellena de una sustancia blanca que prefería no identificar, en su sujetador. Se sintió enrojecer pero parecía sereno y maduro cuando la sujetó del brazo antes de que saliera del callejón. -No espera, ¿qué? Deja eso donde estaba.

La morena le miró con los ojos entornados, sin mostrar ningún tipo de sentimiento, ni agobio, ni miedo, ni enfado.

-Con lo que me ha costado conseguirlo, vas de coña, ¿no?

Tragó saliva y negó con la cabeza. Se alegraba de estar en la parte de atrás de un callejón. Se alegraba estar a oscuras y que ella no se diera cuenta de que la valentía de sus palabras se esfumaba como el humo.

-Suéltame.

-Dejalo de nuevo en la basura.

-No voy a hacer eso.

La soltó y levantó las palmas de sus manos enfadado. Era incapaz de razonar con ella, era como una piedra, como si solo viera la verdad en sus palabras y la maldad en la de los demás. Se dio la vuelta y comenzó a andar. Ya debería estar en su casa. Ya debería haberlo recogido todo y estar metido en la cama.

Escuchó ruidos detrás de él y cuando se digno a girarse, estaba otra vez metida de cabeza en el contenedor de basura. Cuando salió de él se sacudió las manos y volvió a mirarle sin modificar el tono de su voz.

-Ni se te ocurra abrir la boca, pelo fanta. Y mucho menos sonreír.-murmuró pasando a su lado y saliendo del callejón oscuro sin ningún tipo de bolsita llena.-Y ten claro que esta me la pagaras.

Sonrió, y cuando se hubo asegurado que subía en el autobús con dirección a su casa cabeceó y comenzó a andar a la suya.

Quien sabe, a lo mejor estaba consiguiendo que la oveja descarriada, la que vestía con pantalones rotos, mallas de leopardos y medias agujereadas, camisetas de grupos de rock duro y acolita de la religión de Kurt Cobain, cambiara y madurara. Por lo menos podía soñar con ello.

sábado, 2 de octubre de 2010

Sylvana tiene un problema.

Las gotas de lluvia se dedican a caer por el cristal sin darse cuenta de que alguien intenta mirar a través de ellas. Sylvana se encoge sobre si misma una vez más, abrochándose el largo abrigo negro que pesa dos kilos más por culpa de la cantidad de agua que a absorbido. La lluvia no es una buena acompañante para los reencuentros. Pero no tiene tiempo para esperar, y aunque la lluvia le cala los huesos y la enfriá los ánimos ahora está allí, delante del cristal de esa cafetería oculta en un viejo callejón.

Una gota brillante cae al suelo, y de deshace entre minúsculas salpicaduras. Desaparece, y la seguridad de Sylvana hace lo mismo. Se estrella contra el suelo y sus labios se tuercen en una mueca, preguntándose que hace allí. Mirándole, mirando como abraza a un pequeño monstruito de cabello negro como el suyo, mirada brillante y sonrisa traviesa.

¿Qué hacía allí? Estropearle la vida, y si no podía ayudarla, y si no quería ayudarla.

Entonces la vio y soltó al pequeño que llevaba entre sus brazos que corrió disparado hacía la otra punta de la cafetería donde un par de amigos le esperaban con los brazos alzados y las manos llenas de chapas.

Sylvana se decidió a entrar y vio a Doyle sonreír como solo el sabía, mostrando todos sus dientes, y en primer lugar ese incisivo roto por un mal golpe mientras corría con la bici. Y cuando la abrazo, Sylvana comenzó a llorar, remplazando las dulces gotas de una lluvia pura, por amargas lagrimas que se estrellaban contra el suelo. Porque Sylvana tenia muchos problemas y no le quedaban sueños. Y sin sueños, no se puede vivir.