Las gotas de lluvia se dedican a caer por el cristal sin darse cuenta de que alguien intenta mirar a través de ellas. Sylvana se encoge sobre si misma una vez más, abrochándose el largo abrigo negro que pesa dos kilos más por culpa de la cantidad de agua que a absorbido. La lluvia no es una buena acompañante para los reencuentros. Pero no tiene tiempo para esperar, y aunque la lluvia le cala los huesos y la enfriá los ánimos ahora está allí, delante del cristal de esa cafetería oculta en un viejo callejón.
Una gota brillante cae al suelo, y de deshace entre minúsculas salpicaduras. Desaparece, y la seguridad de Sylvana hace lo mismo. Se estrella contra el suelo y sus labios se tuercen en una mueca, preguntándose que hace allí. Mirándole, mirando como abraza a un pequeño monstruito de cabello negro como el suyo, mirada brillante y sonrisa traviesa.
¿Qué hacía allí? Estropearle la vida, y si no podía ayudarla, y si no quería ayudarla.
Entonces la vio y soltó al pequeño que llevaba entre sus brazos que corrió disparado hacía la otra punta de la cafetería donde un par de amigos le esperaban con los brazos alzados y las manos llenas de chapas.
Sylvana se decidió a entrar y vio a Doyle sonreír como solo el sabía, mostrando todos sus dientes, y en primer lugar ese incisivo roto por un mal golpe mientras corría con la bici. Y cuando la abrazo, Sylvana comenzó a llorar, remplazando las dulces gotas de una lluvia pura, por amargas lagrimas que se estrellaban contra el suelo. Porque Sylvana tenia muchos problemas y no le quedaban sueños. Y sin sueños, no se puede vivir.
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